Muchos gobiernos latinoamericanos están fallando en una de sus tareas más básicas.
En febrero, la policía del estado brasileño de Espírito Santo estuvo en huelga por diez días, durante los cuales 143 personas fueron asesinadas y se desató el infierno en la capital estatal. En Reynosa (frontera de México con Estados Unidos), dos supuestos maleantes fueron golpeados y atados a un puente, junto al mensaje de un narco que se atribuyó el “castigo”. En un centro comercial de Lima, un hombre armado mató a cinco personas e hirió a nueve. En Guatemala, una anciana y su nieto discapacitado también sufrieron una muerte violenta, lo que generó reclamos para que el ejército patrulle las calles.
Una rápida revisión a los periódicos de América Latina y el Caribe revela un grave problema: la violencia delincuencial se ha convertido en una epidemia. La región tiene el 9% de la población mundial pero el 33% de los asesinatos. Su tasa de homicidios (24 por cada 100,000 personas) cuadruplica el promedio global. Lo alarmante es que los homicidios se han vuelto más comunes pese a que las condiciones socioeconómicas han mejorado.
Los robos también están aumentando y alrededor del 60% involucra violencia. No sorprende que en las encuestas la delincuencia haya reemplazado a la economía como el mayor problema para los latinoamericanos. Además de infligir un daño inconmensurable, la violencia delincuencial en un gran obstáculo para el desarrollo económico.
El Banco Interamericano de Desarrollo (BID) acaba de publicar un estudio pionero en la medición del impacto de ese delito en las economías de la región y concluye que el costo anual de la delincuencia equivale al 3.6% del PBI latinoamericano. Quizás no parezca mucho, pero es el doble del porcentaje que en los países desarrollados e igual al gasto de la región en infraestructura y al ingreso del 30% más pobre de la población, señala la autora principal del informe, Laura Jaitman.
Agrega que esta es una estimación conservadora: solo cubre el ingreso perdido por las víctimas de la delincuencia y los encarcelados por la justicia, el gasto en seguridad de empresas privadas (formales) y familias, y el gasto público en vigilancia, juzgados penales y cárceles. Si se suman costos indirectos, como las inversiones que se dejan de ejecutar, el verdadero costo de la delincuencia será mayor.
El ascenso del crimen organizado, cuyos orígenes están en el tráfico de drogas, ayuda a explicar por qué en años recientes los homicidios se han disparado en México, partes de Centroamérica, Venezuela y partes de Brasil. Pero el problema va mucho más allá de las bandas de narcos y, de alguna manera, la delincuencia en América Latina es similar a la de los países ricos: altamente concentrada en ciertas áreas de ciertas ciudades, la vasta mayoría de perpetradores y víctimas son hombres jóvenes y, a menudo, poco instruidos y provienen de familias desintegradas.
¿Cómo solucionar el problema? Un informe del Banco Mundial recomienda aplicar estrategias para prevenir la delincuencia que han funcionado en otros países —que cubren desde la educación preescolar hasta el enfoque del trabajo policial en “puntos conflictivos”—. Esto sería ciertamente una mejora respecto del enfoque de “mano dura” preferido por los políticos latinoamericanos, el cual incluye la reclusión masiva por largo tiempo bajo pésimas condiciones carcelarias y la aplicación de una pena capital de facto de parte de las fuerzas de seguridad a los sospechosos.
Pero si la delincuencia es mucho más prevalente en América Latina que en otras regiones, es porque sus retornos —en relación con los que se obtienen en la economía legal—, son superiores y especialmente porque las posibilidades de ser capturado son bajas. Menos del 10% de los homicidios en la región son resueltos por las autoridades.
Esto resalta dos fallas fundamentales. La primera es que demasiados hombres jóvenes solo pueden acceder a empleos de baja remuneración e informales. Alrededor de 20 millones de muchachos latinoamericanos entre 15 y 24 años no estudian ni trabajan. Esto indica que se necesita la implementación de programas focalizados en el desarrollo de aptitudes.
La segunda es que la policía, los juzgados y las cárceles suelen fracasar en su tarea. El caso de Espírito Santo muestra que incluso una mala fuerza policial es mejor que nada. Pero no tanto: el año pasado, la tasa de homicidios de ese estado era 37.4 por cada 100,000.
Pero no todo es penumbra. Por ejemplo, Colombia y otras zonas de Brasil han registrado caídas sostenidas de sus tasas de homicidios, debidas en parte a una mejor labor policial. El mes pasado, un español fue detenido en Chile por intentar sobornar a un policía (con US$ 47). En otros países, empero, muchos gobiernos están fallando en desempeñar una de sus tareas más básicas: mantener a sus ciudadanos a salvo.
Traducido para Gestión por Antonio Yonz Martínez
© The Economist Newspaper Ltd,
London, 2017
Fuente: Gestión