Por: Francisco Pantigoso Velloso da Silveira; catedrático de las Universidades del Pacífico, UPC y USS. Director de la Maestría en Tributación de la UPC
Es sabido que las criptomonedas son una unidad de información que no representa la tenencia de algún activo subyacente a la par, y que es unívocamente identificable, incluso de manera fraccional. Ellas son almacenadas electrónicamente, siendo que su control de emisión está definido mediante protocolos determinados y a los que se pueden suscribir los terceros.
Dichas criptomonedas cuentan con reglas que impiden que las réplicas de la unidad de información o sus funciones, se encuentren disponibles para ser transmitidas en más de una vez en un mismo momento.
En realidad, no son monedas de curso legal (salvo casos aislados asimilados, como sucede en El Salvador). Sin embargo, estos activos virtuales constituyen medios análogos a las monedas.
Tampoco cumplen con los requisitos para ser considerados como una “moneda de curso legal” e incluso con las funciones clásicas del “dinero”. Su tenencia no se protege así por mecanismos de defensa a los clientes, como serían -verbigracia- los Fondos de Garantía de Depósitos.
No cumplen así los requisitos para ser moneda porque además, en lo que respecta al depósito de valor, las criptomonedas son muy volátiles; además respecto al tema de medio de cambio, en gran parte del mundo no son aceptadas. Ello sumado al hecho de que la referida volatilidad de estos activos virtuales genera el ajustar los precios referentes a éstos, limitando su función como unidad de cuenta.
Estamos entonces ante un activo digital que emplea un cifrado criptográfico para garantizar su titularidad y asegurar así la integridad de la transacción, controlando la imposibilidad de copias, siendo que no tienen una consideración de medio de pago, pues no hay el respaldo de un Banco Central.
En cuanto a los aspectos tributarios nacionales, en primer lugar cabe indicar que a pesar de que las criptomonedas tienen ya años de uso en nuestro país, no hay una regulación fiscal específica, y todo quedaría entonces en manos de una interpretación que, como se sabe, no puede llegar a la analogía.
En efecto, no hay norma específica ni Informe de SUNAT que zanje las dudas que se generan válidamente en los contribuyentes.
Algunos señalan que el tema es simple, pues en las criptomonedas no hay “ganancia” al generarse una suerte de trueque o canje de monedas según equivalencia, sin renta posible (si es que estamos en el simple atesoramiento patrimonial). Al no ser una moneda, ni título valor, ni valor mobiliario, nos quedamos con el hecho de que se trataría de “bienes muebles”, de acuerdo a la definición clásica del Código Civil nacional.
Sin embargo, consideramos que si la persona natural, que solo atesora inicialmente un patrimonio que genera los referidos canjes, luego cambiase a una actividad empresarial (con una habitualidad que se traduce en la mezcla de capital más trabajo), es decir, por ejemplo se prestaran criptomonedas con generación de intereses, se compraran acciones con criptomonedas -lo que generará utilidades-, si se desarrollara un servicio de trading con ellas, allí deberíamos aplicar las reglas de rentas de tercera categoría y sus diversas obligaciones (generar pagos a cuenta y de regularización, llevar contabilidad, etc.).
Si nos mantenemos en el caso de una persona natural sin negocio, las ventas de criptomonedas no serían una ganancia de capital, pues no calzarían en la definición de “valores mobiliarios” del artículo 2° de la LIR.
En cuanto al IGV, que grava operaciones empresariales en nuestro país, no sería definido como “bien mueble” porque no se trata de un derecho de autor, derecho de llave o “similar” (que es lo que más se acercaría a la definición de este intangible como es la criptomoneda según el artículo 3° de la LIGV). Por lo tanto no se gravaría con dicho tributo.
Como vemos, se trata de un tema muy actual, pero con serios vacíos en nuestra legislación, que generan miedos y justificadas incertidumbres en los contribuyentes. A legislar y cerrar estas lagunas.
La legislación debe ir a la par de las nuevas realidades virtuales. Es lo mismo que pasa con los servicios digitales B2C, donde el vacío normativo está generando -que duda cabe- inclusive una evidente menor recaudación.