El poeta, novelista y humorista Nicolas Yerovi, decía sobre el Perú: “Había una vez un país. Lo más loco y divertido, donde por cierto desliz, de un pueblo muy distraído, siempre salía elegido sino un burro, un aprendiz, un cobarde percudido o un ratero sin nariz”. Entre el humor y la realidad, Yerovi describía cual radiografía, no solo una particularidad del elector peruano, sino que además nos recordaba con cierto sarcasmo, que vivimos en un país de ciudadanos despistados y de aventureros en política. Un país, cuya democracia y gobernabilidad, se forjó en medio de dictaduras, traiciones y entreguismos históricos, y que hoy parece estar socialistamente deslumbrado, en lo que el economista chileno Axel Kaiser describe como la tiranía de la igualdad.
En esta última década, nuestra folclórica clase política y sus caciques, han promovido una crisis estamental, que ha generado la salida de tres presidentes, la disolución de un Congreso y la elección de un rondero socialista como mandatario en tan solo cinco años. La dividida izquierda peruana, ha llevado al país a confundir la democracia con la anarquía, orientándonos hacia un populismo reformista que inconstitucionalmente, pretende destruir y desconocer el derecho a la propiedad, las libertades y la teoría de la representación. Los partidos de derecha, se han convertido en sectas que veneran los egos de líderes como López Aliaga, Keiko Fujimori o César Acuña. Algunas otras organizaciones políticas, se han convertido en franquicias, en donde un invitado tiene más poder y derechos que un militante de base. Esto explicaría, el porqué del transfuguismo y la notoria ausencia del sentido de pertenencia partidaria, que hace endeble y poco representativo el parlamento peruano. En buena cuenta, nuestros partidos y sus élites, solo buscan pasar la valla electoral para recibir un financiamiento directo por parte del Estado.
Nuestra clase política genera desconfianza, promueve la informalidad y destruye nuestro endeble sistema de partidos. Sin embargo, el sistema no ha colapsado porque lo único que no ha sucumbido en estas últimas décadas, es nuestro modelo económico, cuya fortaleza subyace en la inversión privada. Modelo que, con sus deficiencias, ha generado un crecimiento que soporta todos los sueños populistas de cuanto aventurero llega a la casa de Pizarro. Sin embargo, la corrupción sigue enquistada en el estado. Según la Contraloría, solo en las regiones existe un perjuicio económico de cerca de dos mil millones de soles. Según Transparencia Internacional, para el 2021 el Perú se ubica en el puesto 36, en el ranking de percepción de corrupción, es decir dos puestos menos que el año 2020. Nunca fue entonces tan cierta aquella frase de Carmen McEvoy que decía: el Perú no es corrupto, hay corruptos a los que les dimos el poder.
Nuestros políticos, han convertido al país en una comedia como diría Guillermo Thorndike. Un escenario pintoresco y de novela, en donde un presidente que no articula dos ideas juntas, le dice al mundo: “Yo no fui preparado para ser presidente, ni siquiera tuve horas de inducción, estos seis meses me han servido para prender” y “El Perú seguirá siendo mi escuela”. “Palabra de maestro”. Al final el escritor piurano Luis Felipe Angell de Lama, más conocido como Sofocleto, tenía razón cuando decía: el Perú es un país infestado de cojudos.
Finalmente, el Perú seguirá siendo una escuela para muchos aventureros. Una escuela en donde más temprano que tarde, asediados por el socialismo, recordaremos la frase del político argentino Javier Milei: “A los socialistas les deseo la libertad de Corea del Norte, el salario de Cuba, la abundancia de Venezuela y la justicia de China” a lo que yo le agregaría “y un presidente como Castillo”.