Ciertamente, nuestro Parlamento no goza de las simpatías de los ciudadanos, lo que no es privilegio exclusivo del Perú ya que es una situación que se repite en casi todos los países.
Como en algunas otras ocasiones lo hemos advertido, las sesiones del Congreso y de sus comisiones, son públicas, muchas veces transmitidas por el canal del propio Parlamento o por RTP, que es el canal del Estado y, en diversas ocasiones también reproducidas por otros canales y radios, sin olvidar lo que escriben los cronistas parlamentarios, quienes regularmente asisten al Congreso para dar cuenta a la población de lo que sucede en él, de lo que se debate, de lo que se investiga y por supuesto lo que se acuerda.
Toda, o casi toda la información parlamentaria es abierta como también lo son los debates, a diferencia de otras instituciones estatales, que son cerradas, aunque sus decisiones se conocen con posterioridad por las actas que son asentadas, como también en ejercicio de los mecanismos que la Ley de Transparencia otorga. Nadie que no sean las autoridades judiciales o del Tribunal Constitucional o de los tribunales administrativos, asisten a sus debates. Tampoco personas que no son los ministros o altos funcionarios del Ejecutivo participan en las sesiones del Consejo de Ministros.
Lo expuesto explicaría en parte, el rechazo de la población al Congreso, pues observa sus debates, mira los gestos de quienes dialogan así como escuchan muchas veces sus gritos e improperios que no son debate, aunque pretendan sustituirlo. El elevar la voz e incluso gritar, no hace que ello convenza a los interlocutores, pues son las razones las que convencen y el intercambio alturado de ellas puede llegar a consensos.
Hace varias décadas, quien fue presidente del Congreso, don Ignacio Brandariz López, me dio un sabio consejo que me sirvió en la acción parlamentaria. Él recomendó que cuando algún interlocutor gritase, debería uno bajar la voz, lo que obligaría al oponente a prestar atención, con lo cual podría analizar argumentos, lo que es imposible a gritos.
Nunca se oyó gritos a parlamentarios de fuste como Víctor Raúl Haya de La Torre, o Luis Bedoya Reyes, o Ramiro Prialé, o Javier Alva Orlandini, o Luis Heysen, o Ernesto Alayza, o Manuel Moreyra, o Mario Polar, o José Linares Gallo, entre varios otros. Convencían con razones y no con altaneras provocaciones, ni menos con gritos destemplados.
Muchos estudiantes concurrían en décadas que se añoran, a las sesiones de las cámaras legislativas para aprender de los debates, en que lejos de los insultos se usaba la fina ironía y hasta amigables puyas, pero de ningún modo insultos ni procacidades y, cuando por algún descuido se soltaba alguna palabra inconveniente, se solicitaba su retiro y ello se hacía de inmediato, solo por comprender que si a alguien molestaba, era mejor que fuese borrada.
Dice el refrán que todo tiempo pasado fue mejor, y en el tema parlamentario ello es casi axiomático. Ojalá los parlamentarios lo comprendan pero, además, que los ciudadanos elijan bien para no arrepentirse después.